Abstract
En la actualidad podemos observar –en algunos sectores cualificados de la Iglesia Católica– un tipo de interés por devaluar la fuerza reformista con la que el Papa Juan XXIII imprimió al Concilio Vaticano II desde su convocatoria (25 de enero de 1959). La celebración de este Concilio Ecuménico (1962-1965) provocó una ola de entusiasmo y optimismo dentro de la Iglesia, y no poca expectación en el resto del mundo. En el post-concilio encontraríamos luces y sombras. Incluso podemos escuchar voces (no muy fuertes, pero desde instituciones significativas de la Iglesia) que indican que el concilio se equivocó al tomar ciertas posiciones reformistas dentro del cristianismo católico. Este artículo surge de este contexto y –declarando el Concilio Vaticano II como un regalo preciosode Dios a su Iglesia- desea ser una clara e inequívoca reivindicación de la “letra” y especialmente del “espíritu” que iluminaron este Concilio en la Iglesia Católica. La “letra” del Concilio sin su espíritu es un cuerpo muerto. El “espíritu” sin la letra, una fuerza verdaderamente ineficaz.